Señor Director:
El sol del verano se asomó, trayendo consigo la promesa de días largos y noches templadas. Para los sanfelipeños, este año había una expectativa especial, un rumor que se había vuelto casi un grito de esperanza: la nueva pileta de $160 millones de pesos, el corazón de una plaza renovada que, por fin, le daría a nuestra ciudad el respiro y la belleza que tanto anhelábamos.
Se habló de modernidad, de un espacio para el encuentro, para los niños que chapotearían y los adultos que disfrutarían de un ambiente decente. Las promesas flotaban en el aire como burbujas de jabón, brillantes y llenas de color. Nos dijeron que el proyecto avanzaba, que todo iba viento en popa. Y nosotros, con la inocencia de quien aún cree en la palabra de sus autoridades, esperamos.
Pero el verano pasó. Lentamente. Dolorosamente.
Las calurosas tardes se convirtieron en mañanas frescas, y las hojas comenzaron a teñirse de ocre. La pileta, ese espejismo de $160 millones, nunca apareció. No hubo chapoteos de niños, ni risas resonando en una plaza vibrante. Solo quedó el vacío, la imagen de un espacio sin terminar, un testimonio mudo de la ineficiencia y la falta de compromiso.
Con el invierno llegaron no solo las bajas temperaturas, sino también una profunda desilusión. San Felipe, que ya se sentía apagado, se sumió aún más en la apatía. El «cuento del tío» de las promesas incumplidas ya no divierte a nadie; simplemente indigna.
Estamos agotados. Cansados de esquivar a los lavadores de autos ordinarios que han tomado nuestras calles, de ver cómo la delincuencia acecha impunemente a nuestros pequeños comerciantes, aquellos que luchan día a día por sacar adelante sus negocios. Hartos de las prostitutas que hostigan sin pudor, desvirtuando lo que debería ser el espacio público de todos.
San Felipe se ha vuelto un lugar aburrido, monótono. Las invitaciones a eventos y celebraciones, cuando las hay, parecen estar destinadas siempre a los mismos de siempre, dejando a la mayoría de la comunidad al margen, sintiéndose invisible. Y para colmo, los inspectores municipales, en lugar de poner orden donde se necesita, parecen estar siempre donde no deben, fiscalizando lo que no hace daño y dejando de lado lo que verdaderamente nos aqueja.
La pileta, más allá de ser una obra de infraestructura, se ha convertido en el símbolo de un hartazgo generalizado. De una ciudad que pide ser escuchada, que exige compromiso y respeto. No queremos más excusas ni más promesas vacías. Queremos un San Felipe digno, seguro y vibrante. Queremos, simplemente, que se cumpla lo prometido.
Por: Pamela Aracena Núñez.
