El condenado Alberto Hipómenes Caldera de 50 años.

El condenado Alberto Hipómenes Caldera de 50 años.

El 11 de mayo de 1947 se escribió una de las páginas policiales más ‘rojas’ en materia criminal. Un crimen que impactó a toda la ciudad de San Felipe, pero que en sus detalles conmocionó al país entero.

Hoy revelaremos antecedentes nunca antes sabidos del único criminal que enfrentó al paredón sin testigos ajenos a Gendarmería, sin prensa y con dos sepulturas para su último adiós.

 

La historia del crimen del ‘turco Amar’ y la caída del ‘tucho’

San Felipe, 10 de mayo de 1947

Demetrio Amar Abedrapo acaba de enterarse que está casado con María Elsa Caldera, de 19 años, y que le ha entregado la potestad administrativa de todos sus bienes -que alcanzan los 17 millones de pesos- al padre de la joven, el carnicero Alberto Hipómenes Caldera García.

Un par de detalles que sacan de lo cotidiano ambas situaciones: Amar Abedrapo es hombre mayor, comerciante de telas, calzado y sombreros, miembro de la colonia árabe de San Felipe y no sabe leer ni escribir en español. Tampoco ha tocado un pelo de aquella mujer alta, morena, cabello negro rebelde y sin peinar, ademanes toscos, de andar y vestir descuidado, que aparenta más edad de la que tiene, por más que un papel diga que se trata de su esposa.

A Demetrio Amar Abedrapo se le viene a la memoria el documento de ‘compraventa’ que le firmó hace unos días a Caldera García –en realidad corresponde a un papel en blanco-, y de la perplejidad decide pasar a la acción. Sale a recorrer las calles de San Felipe en busca de quien se dice su amigo para que le dé una respuesta razonable de lo ocurrido. Lo encuentra lanzando monedas a la pileta de la Plaza de Armas.

Es 11 de mayo de 1947 y en la tranquila tarde otoñal de un domingo de descanso, es Caldera García –conocido como el Tucho- quien levanta la cortina de la tienda de géneros de Prat 226, exactamente donde hoy se levanta el ‘Edificio Prat’. Su patrón ocasional ha desaparecido, y desde el mostrador de la farmacia ‘Prat’, una joven Raquel Amar atiende la única farmacia abierta ese día, observando cómo Caldera se pasea una y otra vez con bultos y cajas por la vereda de en frente.

Al día siguiente no es Amar el que atiende en el negocio, sino el mismo Caldera, el que, con total desparpajo, exhibe a todo aquel que tenga al otro lado del mesón, un poder extendido el 1 de abril de 1947 por el notario de Putaendo, Rafael González Prats, donde se señala que Amar Abedrapo lo nombra administrador de todos sus bienes. Asegura a la perpleja familia Amar que el comerciante ha partido rumbo a Santiago y que después –si lo considera necesario- lo hará hacia Palestina.

El 11 de mayo, los hermanos de Amar Abedrapo ponen una denuncia por presunta desgracia y contratan los servicios del abogado Henry Molina para que los represente en los Tribunales.

 

Agua de la verdad

Al abogado Molina no lo dejan conforme las explicaciones del Tucho Caldera. Aprovecha sus contactos para dar inicio a una campaña en los medios de comunicación, destinada a aclarar la desaparición de Demetrio Amar Abedrapo. A esto se agrega la presión de la poderosa colonia árabe residente que exige una respuesta a la justicia.

La Corte de Apelaciones de Valparaíso acusa recibo y nombra un Ministro en Visita. Éste procede a la detención de los sospechosos, entre los cuales se cuenta al Tucho Caldera, quien sigue repitiendo el mismo discurso de la decisión de su amigo de nombrarlo heredero de su fortuna ante la desconfianza que le genera su propia familia (el comerciante no tiene hijos, sólo hermanos y sobrinos).

La cárcel no es un lugar ajeno para el Tucho Caldera. Aunque el comidillo le adjudica más de una muerte a este matón del candidato y luego Presidente de la República, Gabriel González Videla, sólo se le comprobaron dos homicidios por los que cumplió una breve condena. También estuvo detrás de los barrotes por robo de ganado.

Su situación económica le permite un buen pasar dentro de la cárcel, mientras hermanos, primos y cuñados lo mantienen informado sobre las investigaciones del caso Amar Abedrapo. El Tucho disfruta de tener todo bajo control, cuando funcionarios de la policía civil llegan hasta su celda con una autorización del Ministro en Visita para interrogarlo. De mente ágil, pide ser examinado por el médico del penal para dejar un registro de su estado antes de salir y, tras previa observación, logra que sólo se autorice por dos horas su permanencia en el exterior.

El Tucho es llevado por los agentes a la tienda de telas que, hasta el momento de su detención, él administraba. Al ser tratado de ‘señor Caldera’, aprovecha para quejarse porque algunas tablas del piso y de las paredes han sido arrancadas. Tampoco le agradan las excavaciones en el patio de la propiedad.

Su vuelta al presidio a la hora indicada, le aumenta la confianza. Se deja llevar al día siguiente, por los mismos policías, a la tienda de telas. No pide un nuevo examen médico ni se preocupa por la hora de regreso. El descuido le cuesta caro: apenas pone los pies dentro del negocio, es empujado sobre una mesa, esposado por la espalda e inmovilizado por vendas en las piernas.

Los policías le introducen la cara dentro de un recipiente con agua el tiempo justo para que no muera ahogado. Durante las tres horas siguientes, lo fuerzan a que explique el motivo de la presencia de manchas de sangre dispersas por todo el recinto. El Tucho se va quedando sin voz de tanto gritar cada vez que su boca sale del agua.

Gana unos minutos de tranquilidad al acusar a Manuel Amar de la muerte de su hermano mayor. Sin embargo, los policías no le creen y siguen buscando la verdad con la particular ‘técnica’.

Pasadas las tres de la mañana, el Tucho acaba por confesar la autoría de la muerte de Demetrio Amar Abedrapo.

 

La hora de la verdad

Con tal de librarse de un nuevo baño, Hipómenes Caldera García decide confesar el crimen. Asegura haber actuado en compañía de otros cuatro sujetos. Los sabuesos no le creen, le muestran el recipiente de agua y unos cables de electricidad. Se retracta y da inicio al relato que deja conforme a la policía porque permite calzar las pistas reunidas:

Al divisarlo junto a la pileta de la plaza, Amar Abedrapo lo encara por la estafa que lo ha convertido en marido y benefactor. El carnicero lo convence de continuar la conversación en privado. Se dirigen a la tienda de Prat 226.

Dentro del local, el Tucho golpea a su amigo en la cabeza con un martillo. Esto provoca una explosión de sangre que salpica paredes, piso y muebles de la tienda. Con la ayuda de una lámpara de parafina puesta en el piso y sus conocimientos en el oficio, procede a descuartizar al cadáver en 19 partes (una corresponde a la cabeza, seis piezas para el tronco y tres por cada extremidad de las articulaciones) utilizando un hacha, sierra y serrucho. Quema las manos y la cabeza para impedir su identificación. Mete los restos en cajas de zapato y éstas dentro de una bolsa de género.

Montado en un caballo, se interna por el campo. Dirige el galope hacia un terreno de su propiedad, ubicado en el sector de El Almendral sin número. Entierra los restos en un foso de tres metros, al pie de una muralla, con la ayuda de Aníbal Chaparro, un inquilino de 45 años, grueso, tosco y gigante (al momento de confrontarse delante de la policía, los dos hombres se incriminan mutuamente. Los agentes los dejan por unos minutos golpearse, como una forma de entretenerse entre tanta tensión).

Por la noche, luego de lanzar las vísceras a las aguas de una acequia, el Tucho continúa su cabalgata por el Valle del Aconcagua. Oculta entre los árboles el cráneo de su víctima envuelto en un saco. Sigue rumbo a Putaendo con la intención de pernoctar allí.

Al día siguiente, tras cancelar una buena suma de dinero al notario Rodríguez Prat, consigue que le firme unos documentos falsos que le confieren la administración de los bienes de Demetrio Amar Abedrapo.

Más tarde, ya de regreso en San Felipe, toma posesión de la tienda de telas sin siquiera titubear ante quienes le piden explicaciones.

Después de su confesión, Alberto Caldera García regresa a la cárcel de San Felipe y luego es trasladado a la Penitenciaria de Santiago. En octubre de 1950, la Corte Suprema lo condena a pena de muerte. Contrario a lo esperado, el Presidente González Videla no hace valer su derecho a indulto con su ex empleado y los preparativos para la ceremonia final del 6 de octubre siguen su curso.

El Tucho Caldera se convierte en la bestia de turno de los medios de comunicación. Junto con su pasado de matón del Partido Radical y de haber sido educado con sus hermanos dentro de una banda criminal liderada por su madre, se rumorea su afición de arrojar al fuego a quiltros vagabundos. También se habla que sus perros de caza devoran gatos vivos y que por sus fauces pasaron, además de un caballo enfermo, una empleada, un muchacho sordomudo y hasta un hermano del Tucho.

Todos habrían tenido la osadía de contradecirlo.

 

Paredón

Amanece aquel 6 de octubre. Todo listo en el Patio Siberia de la Penitenciaría de Santiago. Varios sacos de arena cubiertos de lona rodean un palo grueso de tres metros, en cuya base se sostiene un asiento de madera donde posará el criminal de cien kilos y 50 años.

Alberto Hipómenes Caldera García aparece por una puerta lateral. Se le ve más calvo que al inicio del proceso. Viste terno negro y una camisa blanca sin corbata. Los grillos y esposas entre manos y pies le hacen dar pasos cortos. Lo acompañan a sus costados un sacerdote católico y un pastor evangélico. Dos gendarmes le sacan las esposas, amarran al asiento y le vendan la vista. Los representantes de Dios se hacen a un lado cuando el oficial levanta el sable con parsimonia. Los presentes comentan en murmullos este detalle. “Va a morir un valiente”, se escucha gritar al condenado. El oficial desciende el sable. Se oyen diez disparos secos y seguidos. El Tucho dobla la cabeza hacia adelante. El médico corrobora que su corazón dejó de latir. Lo envuelve una estela de hedor: luego de su grito, el condenado había soltado sus esfínteres.

El cadáver del Tucho, examinado y limpio, es entregado a la familia Caldera cerca del mediodía. Ante la decisión de la justicia, sumado a la presencia de periodistas y fotógrafos merodeando por todos lados, sus hermanos reaccionan con violencia. Uno de ellos saca su revólver y dispara al aire para alejar los fogonazos de las cámaras fotográficas.

Desde la distancia, avergonzada, con el recuerdo de la cárcel aún presente, una muchacha alta, morena, cabello negro rebelde y sin peinar, ademanes toscos, de andar y vestir descuidado, aún virgen, observa la forma en que su padre tuvo que pagar por buscarle un marido.

Investigación Pedro Muñoz Hernández y Claudio Rodríguez Morales

Fotos: Archivo MiPatrimonio y Diario El Trabajo

 

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