A 50 años de la crisis social y política en Chile, he aquí declaraciones de un testigo presencial de los acontecimientos, libre de compromiso con uno u otro sector. Nuestra intención es rescatar la  llamada ‘pequeña historia’, esa que no es parte de los volúmenes oficiales, a pesar de ser vivida por ciudadanos comunes y corrientes.A 50 años de la crisis social y política en Chile, he aquí declaraciones de un testigo presencial de los acontecimientos, libre de compromiso con uno u otro sector. Nuestra intención es rescatar la  llamada ‘pequeña historia’, esa que no es parte de los volúmenes oficiales, a pesar de ser vivida por ciudadanos comunes y corrientes.
A 50 años de la crisis social y política en Chile, he aquí declaraciones de un testigo presencial de los acontecimientos, libre de compromiso con uno u otro sector. Nuestra intención es rescatar la  llamada ‘pequeña historia’, esa que no es parte de los volúmenes oficiales, a pesar de ser vivida por ciudadanos comunes y corrientes.
A 50 años de la crisis social y política en Chile, he aquí declaraciones de un testigo presencial de los acontecimientos, libre de compromiso con uno u otro sector. Nuestra intención es rescatar la  llamada ‘pequeña historia’, esa que no es parte de los volúmenes oficiales, a pesar de ser vivida por ciudadanos comunes y corrientes.

Un día de dos colores

por Jerson Mariano Arias

El once de Septiembre del 73 llenó de contento a unos y desató el terror en el otro sector, desgraciadamente el más indefenso. Amaneció nublado del Centro al Sur, a media mañana llovió.

Ese Chile obscuro y alterado presentía que algo podía suceder; algo desconocido, algo deseado por unos (que tampoco sabían medir sus consecuencias); algo temido por otros, aunque todo el temor que pudo haberse sentido, era un reflejo nada más del terror que sobrevino. Desde los primeros bandos, confundidos con las carreras de las personas que iban de casa  en casa intercambiando impresiones, pudo sentirse el peligro de un castigo prometido ¿Qué era un bando? Hubo que aprenderlo rápidamente. Había muerto el presidente, no se sabía bien cómo. Desde Balmaceda, en Chile no moría un presidente de manera violenta. Desconcertaba. Todo era nuevo, distinto. Las primeras detenciones fueron las primeras agresiones, a quien fuera, comprometido o no políticamente. Los generales invitaban a la ciudadanía a delatar a quienes consideraran responsables. Muchos fueron delatados por pleitos menores y torturados o muertos, sin tener en cuenta los delatores las consecuencias de su delación. Se prohibió estrictamente prestar auxilio a los perseguidos y se anunció pena de muerte para quien respondiera alguna agresión militar.

Por la mañana alcanzamos a oír el discurso de Allende; también las voces imperativas de los militares. Al mediodía todo estaba consumado. Nadie que transitara demostraba ni miedo, ni alegría, nada. El trauma nos ‘dejó sin habla’. Esa corta tarde, antes del toque de queda, fue un repaso de conocidos, amigos y colegas que pudiesen estar en peligro; también de los que pudieran estar celebrando. Al atardecer, había ya una lista conocida de los que estaban detenidos, llegada por la vía del rumor, de los testigos de detenciones y allanamientos, en voz baja y a  hurtadillas. Se aprendió que de ahí en adelante no se debía confiar en nadie.

Las universidades mandaron emisarios de confianza advirtiendo a los que correspondía que no regresaran  ni a las aulas ni a las oficinas. Muchos buscaron refugio en embajadas, iglesias, casas religiosas. Por su parte, los militares invadieron las ciudades con tanques, infantería y violencia. Daba la impresión de que habían obtenido licencia para hacer y deshacer con los civiles, al mismo tiempo que se apoderaban de todas las oficinas y servicios. En medio de este caos, e inconscientes aún de la gravedad de lo que ocurría, muchos obedecieron al llamado que hacían los regimientos a presentarse voluntariamente, sintiéndose inocentes de todo delito; ellos fueron igualmente maltratados y condenados. Dadas las consecuencias, en adelante nadie concurrió voluntariamente a un regimiento.

En lo más cercano a mis intereses, recuerdo muy bien cómo se arrasó con todos los elencos teatrales del país. El llamado Teatro fue considerado por los militares como centros subversivos, antros de izquierda, focos de revolución violenta. Aprovecho de recordar actrices que nunca volvieron, a actores desaparecidos para siempre; todos muchachos cercanos, sanos y entusiastas, entre ellos Jacqueline y Marcelo. Otros, que sin despedida previa, supimos de ellos años después por noticias enviadas desde Canadá, Brasil, etc. Los veíamos marchar trémulos, inseguros de su destino, dejando atrás padres, hermanos, novias, carreras, ya que muchas carreras universitarias fueron cerradas de un día a otro, especialmente las ‘humanistas’ que les llaman. También hubo cancelaciones individuales: alumnos del último año recibían la prohibición de ingreso a los campus. Todo esto forjó un ánimo de frustración, de injusticia, de humillación en los perjudicados; siembra muy inconveniente para Dictadura.

Durante ese tiempo, en que todo aparecía patas arriba, el país perdió muchos intelectuales, profesionales, técnicos, médicos, profesores de alto calibre, gente de lo que llaman Cultura, en abundancia y quizá  lo más caro, mucha juventud. Había llegado la hora de bajar la cabeza, vivir con suma cautela, conservar los que pudieran sus puestos de trabajo, rogar por una atención de hospital, rezar los que nunca lo hicieron, aferrar a sus hijos fuertemente ante el peligro que era sentido.

Eran los primeros días de una ferocidad cuya saña iríamos conociendo con el tiempo.