Los Cantores callan
por Jerson Mariano Arias
El ambiente ‘revolucionario’, con sus aciertos y errores, fue acompañado por una explosión de canto, baile, poemas, pintura. En suma, todas las expresiones humanas tuvieron un espacio y un público. El día ‘once’ los cantores callaron, los poetas guardaron sus plumas, se produjo el llamado ‘apagón cultural’. No podía ser de otro modo dado el éxodo masivo de la inmensa mayoría de sus cultores. No todo lo producido fue de primera calidad; sin embargo, pudimos comprobar que el silencio es peor que una canción mediocre.
Llegó el tiempo de ocuparse de los perseguidos. Las iglesias, esos monstruos de cemento, inútiles hasta la fecha, cobraron una importancia primordial; ellas cobijaban, protegían, orientaban. No todos cabían allí, así que particulares debieron hacer de enlaces entre un perseguido y una embajada, por ejemplo, lo que estaba amenazado con terrible castigo, como pudo comprobarse. El ingreso a una embajada consistía en una empresa muy compleja. Cualquiera pensaría hoy que era cuestión de elegir una embajada e ingresar libremente. Los trámites previos eran muchos. Por supuesto que el interesado no podía tramitar su propio asilo, puesto que lo más seguro es que fuera detenido en cualquier diligencia. Los viajes eran muy controlados, con número de carné y nombres completos; en medio de las rutas se instalaron puestos militares que revisaban documentos, personas, equipaje. En un viaje corto hacia la cordillera la patrulla descubrió un paquetito que contenía munición, supongo que de escopeta, pues se trataba de gente de monte. El militar preguntó a todos por el propietario, un hombre joven y robusto dio un paso al frente, al tiempo que palidecía notoriamente. Fue apartado y metido en un camión militar. Sabíamos lo que le esperaba al pobre y él más que nadie. Nunca he olvidado esa palidez mortal.
Como he escuchado decir a algunos testigos: «En esos días cualquiera podía morir. Era una ruleta rusa».
Para viajar se debía elegir los pasajes más caros, vestirse bien e ir tranquilos; los militares no molestaban al sector acomodado. Las comunicaciones telefónicas debían ser con tono alegre, aunque hubiera malas noticias y en clave. Obviamente cada quien tenía su ‘chapa’. No era aconsejable tomar un taxi y bajar enfrente de la puerta de destino; se debía pasar de largo, observar a la pasada y bajarse dos cuadras más allá; los conocidos no se saludaban en público. Al enfrentar en la calle a un reconocido perseguido, se debía cruzar a la otra vereda. Los curas fueron muy útiles, algunos pastores también, con excepción del pueblo pentecostal que pretendía vivir alejado de la política; sin embargo, las autoridades los consideraron útiles y enviaron a varios a seguir el Curso de Seguridad Nacional. Dignos de mención positiva son la Vicaría, el Cardenal, por supuesto; el Obispo Frenz (luterano); Obispo Gnadt (metodista), el pastor Werner (luterano) y el Ejército de Salvación, la mayoría suecos. Al pastor sueco le llamábamos ‘Capitán’, el cura que me atendía era el ‘mecánico’ y el perseguido era el ‘auto’. Este sacerdote, que bien pudo ser Puga o Aldunate, el nerviosismo de esos días no permitieron saberlo, atendía en un enorme salón, dentro de un colegio católico, sobre una extensa mesa con cubierta de vidrio anotaba en un cuaderno con signos y figuras parecidas a la escritura sumeria. Por si me pillan el cuaderno, confidenció, aunque me inyectaran penthotal, agregó. Afuera, en un rellano de la escalera, esperaban varias personas en absoluto silencio, con cara de mucha incertidumbre.
Como decía, no era fácil ingresar a una embajada. Algunos saltaban muros y murieron allí por las balas de los guardias de punto fijo; otros ingresaban en autos diplomáticos y, otros, en camionetas cubiertas que se hacían pasar por servicios; este traslado se hacía preferentemente de noche. Así es cómo nadie sabía en qué embajada se cobijaría, hasta el mismo momento de su ingreso. Una vez conseguido el ingreso de una persona en terreno protegido, sobrevenía un descanso completo, sólo quedaba el ‘desaparecer’ de los espacios peligrosos.
Y nos detenemos y pensamos: ¿fue necesario todo ese desgaste, ese estado de guerra artificial? ¿Para qué? Para ver a nuestras mujeres, madres y dueñas de casa, trabajar con pala en las calles en los famosos PEM y POHJ, planes de simulacro de trabajo. A los hombres, en grupos de diez a veces, limpiar un jardín que bien lo pudieron hacer dos hombres. Las cosas no estaban bien en el país, pero ahora estaban peor.
¿Por qué acribillar, incendiar y demoler nuestra Casa de Gobierno, luego de siete horas de combate en que los soldados no pudieron rendir a veinte defensores?
Fui a mirar LA MONEDA, rota, con hollín, rodeada de guardias; muchos papeles a medio quemar asomaban por las puertas. Nadie -que yo viera- se atrevió a recoger una hoja. Algunos intentan imponer el concepto de ‘acción y reacción’. Por más que se quiera, no hay equivalencia. La interrogante es ¿cómo nos sanamos de este legado?